jueves, 7 de junio de 2007

¿Cocinar es un arte?


Del sabor al diseño, los platos se visitan en los museos.

Un recorrido histórico entre ollas y pinceles ofrece pistas para pensar cuándo el arte se mete en la cocina


Disfrutar de la textura de una mousse de chocolate puede ser tan increíble como observar las manzanas de Paul Cézanne. O la perfección de una tortilla de papas puede fascinar tanto como el David de Miguel Angel. La belleza de lo que comemos viene del gusto y del olfato; comparte con las artes visuales la vista, el tacto y el oído, y al mismo tiempo muchas personas viven en un restaurante sensaciones similares a las que pueden experimentar en un museo.

¿La producción de un cocinero puede convertirse en un objeto artístico? Y si acotamos la pregunta: ¿las creaciones del denominado "mejor cocinero del mundo", Ferran Adrià, son obras de arte? Más exactamente, ¿cuándo hay arte en la cocina?

La polémica se abrió en Europa a partir de la invitación que el curador de la Documenta de Kassel (Alemania), Roger Buergel, le hizo a Adrià para participar como uno de los artistas españoles invitados a la exposición de arte alemana. Muchos opinan que su cocina es marciana, única, de diseño, que rompe barreras y prejuicios, y que por ese espíritu innovador está más cerca del arte de vanguardia que de la alimentación.
Sin embargo, Adrià explicó que esta nueva incursión de la gastronomía en un museo no será para él, sino para los cocineros. "Allí voy en representación de todos, porque el debate va a ser si la alta cocina puede codearse con otras «altas» artes. Sé que sólo soy cocinero y voy ahí desde la humildad." Y señala: "No soy Picasso ni lo pretendo; comprendo que haya gente que se moleste. Sé que es duro que inviten a un cocinero. Pero, ¿qué es arte? No lo sé. Si a esto quieren llamarlo arte, muy bien. Si no, también; eso no depende de mí", resuelve.

Con historia
En un recorrido por la historia del arte aparece rápidamente la íntima conexión entre los alimentos y la gastronomía.

Por un lado, los artistas que en algún momento utilizaron la comida como elemento de representación visual. Por otro, los que se valieron de ella como herramienta de ruptura.

Leonardo da Vinci construía sus maquetas con la técnica del mazapán, aprendida de su padrastro pastelero; muchas veces eran devoradas por sus seguidores, confundidas con los pasteles extravagantes propios del artista. El manierista Giusseppe Arcimboldo plasmaba pictóricamente frutas y verduras para conformar sus retratos. Para celebrar el regreso de Guillaume Apollinaire de la guerra, Picasso y algunos amigos representantes de las vanguardias organizaron un banquete donde ofrecían platos como Hors d’oeuvres cubistas, futuristas, etc., Meditaciones estéticas en ensalada, Café de las veladas de París; y hacia 1930, los futuristas buscaban trasladar los efectos artísticos a la vida cotidiana con la aspiración de hacer de la vida una experiencia estética. Marinetti escribió: "Vendrá el tiempo cuando la vida no será un simple objeto de sustento y trabajo; tampoco una vida de ociosidad, sino una obra de arte". Salvador Dalí era otro promotor de ello cuando declaraba que "los órganos más filosóficos del hombre son sus mandíbulas".

La hora del eat art

Para mediados del XX, surgen las corrientes de arte conceptual, y dentro del arte de acción, o happenings, aparece el movimiento eat art, o arte comestible. Las primeras fueron prácticas artísticas realizadas por Joseph Beuys y Daniel Spoerri, creador de la serie de piezas Eat-Art, que consistían en confrontar las relaciones culturales arte-cocina con el objetivo de tomar conciencia sobre la vida. Crearon restaurantes temporales, como el Spoerri, donde se servían banquetes en los que prevalecían la ironía y el humor. Las propuestas buscaban vincular al espectador con la obra de una manera activa para convertirlo en consumidor directo. En las obras comestibles, además del alimento, los artistas incorporaban una carga simbólica y cultural que surgía del intento de democratizar el arte y proponerlo como efímero y eventual.

Más tarde, a comienzos de los setenta, el español Antoni Miralda, que recientemente realizó un seminario en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), construyó el Food Culture Museum de Barcelona, junto a la francesa Dorotheé Selz (el año último expuso sus esculturas comestibles en la Alianza Francesa). Esbozaron un panorama gastronómico de la sociedad posindustrial con obras que circularon por todo el mundo.

En el ámbito nacional, entre otros, Víctor Grippo utilizó las papas, conectadas con electrodos, en una instalación que asociaba la alimentación básica con una función energética. Ya a mediados de los sesenta, Marta Minujín implementó el alimento en sus obras y durante la década de los setenta realizó el Obelisco de pan dulce, una réplica del Obelisco porteño, de 36 metros de alto y recubierto con 10.000 paquetes de pan dulce, luego distribuidos entre el público; Toronjas, en el Museo de México, donde 20 personas ordenaron pomelos en un cuadrado mientras entonaban una canción que conjugaba el arte con la naturaleza, o la Venus de queso, entre muchos otros happenings.

¿Cuáles son entonces las variables que intervienen para emitir un juicio sobre cuándo hay arte? Como la historia lo demuestra, la idea de fusionar diferentes oficios artísticos no es nueva y responde a un fenómeno mundial derivado del posmodernismo, que tomó mayor envión a mitad del siglo XX. La inclusión de diferentes técnicas, escuelas y disciplinas a la hora de crear cualquier manifestación cultural es una característica propia de la contemporaneidad.

El público está acostumbrado a disfrutar exquisitos platos en los museos, es decir, en los restaurantes de los museos, con los códigos del servicio y la cocina que los hacen propios del género del discurso gastronómico.

Pero en pocos días más, cuando comience una nueva edición de la Documenta (el 15 de este mes), los platos saltarán del otro lado de las paredes, allí donde el arte se visita.

Lo que nadie sabe es qué presentará Adrià; él se encargará de mantener el enigma hasta el corte de cintas. Este hombre, movido por la exploración de territorios desconocidos, tanto en la cocina como con la ciencia y ahora en el arte, declaró que primero había comenzado a preocuparse: "¿Qué hacer? Podía pensar en una performance, en una instalación, pero no me sentía satisfecho. Creo que será algo conceptual, sencillo, evidentísimo".

Que un cocinero sea invitado a crear su producción en un ambiente museístico como es Documenta hace que los elementos del discurso gastronómico presentes en su obra cambien de sentido. Inmerso entre esas paredes, su creación obtiene la legitimidad artística dada por los códigos del contexto que caracterizan al sistema del arte.

El objeto, antes plato, obra ahora, es legitimado por un curador; fue pensado para ser exhibido con un ambiente iluminado especialmente, un montaje diseñado y la idea de estar ahí para ser disfrutado por un público específico. Estas condiciones y algunas más le imprimirán al producto presentado por Adrià un estatuto artístico.

El juicio valorativo sobre la obra habrá que posponerlo... hasta después de la presentación.
Por Sabrina Cuculiansky

Fragmento Nota La Nacion Domingo 3 de junio de 2007 http://www.lanacion.com.ar/edicionimpresa/suplementos/revista/nota.

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